La misericordia
es el complemento de la dulzura, porque el que no es misericordioso
no puede ser benigno y pacífico; la misericordia consiste en el
olvido y el perdón de las ofensas. El odio y el rencor denotan un
alma sin elevación de grandeza, pues el olvido de las ofensas es
propio de almas elevadas que están fuera del alcance del mal que
se las quiere hacer; la una siempre está ansiosa, es de una susceptibilidad
sombría y llena de hiel; la otra está serena, llena de mansedumbre
y de caridad. Desgraciado del que dice: yo no perdonaré nunca, porque
si no es condenado por los hombres, ciertamente lo será por Dios.
¿Con qué derecho reclamará el perdón de sus propias faltas, si él
mismo no perdona las de los otros? Jesús nos enseña que la misericordia
no debe tener límites, cuando dice que debe perdonar-se al hermano,
no siete veces, sino setenta veces siete veces. Mas hay dos modos
muy diferentes de perdonar; el primero, es grande, noble, verdaderamente
generoso, sin segunda intención, que maneja con delicadeza el amor
propio y la susceptibilidad del adversario, aunque este último tuviera
toda la culpa; el segundo, es cuando el ofendido, o el que cree
estarlo impone al otro condiciones humillantes y hace sentir el
peso de un perdón, que irrita en vez de calmar; si le tiende la
mano, no es por benevolencia, sino con ostentación, a fin de poder
decir a todo el múndo: ¡Mirad si soy generoso! En tales circunstancias,
es imposible que la re-conciliación sea sincera de una y otra parte.
No, ésta no es la generosidad, es uno de los modos de satisfacer
el orgullo. En toda contienda, el que se manifiesta más conciliador,
el que prueba más desinterés, más caridad y más verdadera grandeza
de alma, ese se captará siempre la simpatía de las personas imparciales.
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