La doctrina de
Jesús enseña por todas partes la obediencia y la resignación, dos
virtudes compañeras de la dulzura, muy militantes, aunque los hombres
las confunden sin razón con la negación del sentimiento y de la
voluntad. "La obediencia es el consentimiento de la razón,
y la resignación es el consentimiento del corazón"; las dos
son fuerzas activas, porque llevan la carga de las pruebas que la
insensata rebeldía vuelve a dejar caer. El cobarde no puede ser
resignado, de la misma manera que el orgulloso y el egoísta no pueden
ser obedientes. Jesús fué la encarnación de estas virtudes, despreciadas
por la materialista antigüedad. Llegó el momento en que la sociedad
romana perecía en el desfallecimiento de la corrupción, y aquél
vino a hacer brillar en el seno de la humanidad agobiada los triunfos
del sacrificio y del desprendimiento carnal. Cada época lleva de
este modo el sello de la virtud o del vicio que debe salvarla o
perderla. La virtud de vuestra generación es la actividad intelectual;
su vicio es la indiferencia moral. Digo sólo actividad, porque el
genio se eleva de repente y descubre de una sola ojeada los horizontes
que la multitud verá después de él, mientras que la actividad es
la reunión de los esfuerzos de todos para alcanzar un objeto menos
brillante, pero que prueba la elevación intelectual de una época.
Sometéos al impulso que venimos a dar a vuestros espíritus; obedeced
a la gran ley del progreso, que es la palabra de vuestra generación.
¡Desgraciado el espíritu perezoso cuyo entendimiento se embota!
¡Desgraciado! porque nosotros, que somos los guias de la humanidad
que marcha, les daremos con el látigo y forzaremos su voluntad rebelde
con el doble esfuerzo del freno y la espuela; toda resistencia orgullosa
deberá ceder tarde o temprano; pero felices aquellos que son humildes,
porque prestarán oído dócil a las enseñanzas.
(Lázaro. París, 1863). |